Prefacio.
El reloj de arena
Los grandes relatos de nuestro Tiempo suelen suceder en urbes descomunales, entre toneladas de plomo, cristal y concreto, bajo la presencia indómita de un reloj.
O quizás no.
Quizás sucedan en cualquier lugar del mundo.
Sin embargo, es un hecho irrefutable que el eterno y omnipresente avance del tiempo, indicado a menudo con dígitos, manecillas, juegos de luz y de sombras, entre otros artilugios, suele colocarse de manera estratégica a la vista de todo el público. Incluso yo, que nací en una ciudad de la vasta provincia mexicana, recuerdo haber pasado de largo un sinnúmero de ocasiones bajo un reloj, que pendía de una casona colonial situada en la calle principal.
Se trataba del mismo reloj que cayó la víspera del Año Nuevo, derribado por fuertes ráfagas de viento boreal, cuando cumplí 27 años...
27 años.
Tuve 27 años y el tiempo se detuvo, como en un espasmo.
Fuese por mito popular o por "cliché generacional premeditado", el número "27" constituyó un reto personal muy difícil de sobrellevar y superar. Yo, que había sido un niño "distinto" -yo, que nunca había sido niño-; yo, adolescente "anormal" durante los turbulentos años Noventa, y en general, yo, que había sido un ser humano atípico, (en la época en que ser atípico constituía una norma y no una excepción), ahora me veía obligado a confrontar mi realidad con el hecho de tener 27 años.
Y en mi realidad, el tiempo se había detenido.
Ciertamente, el primer lustro del siglo XXI no fue del todo malo, pero fue muy cruel: súbitamente, todas las emociones se habían esfumado. Y las pocas vivencias que le otorgaban validez al hecho de vivir y respirar, se ubicaban al norte del Trópico de Cáncer. Cuánto extrañé, por esos días, el placer de emocionarme con personas y situaciones que habían valido tan poco (y en algunos aspectos, como el sexo, que no habían valido nada), pero que al menos me habían otorgado el gusto falaz de una carcajada.
Así es como cumplí 27 años.
Y justamente esa noche, la del viento boreal (cuando el tiempo se detuvo), una agonía inaudita me trastornó. Todo cuanto había leído, todo cuanto había conocido, visto y escuchado, todo cuanto había sentido y percibido, giraba en un vértigo de náusea y desolación. Sólo dos frases surcaban mis pensamientos, una de Oscar Wilde, y la otra, de Justin Bond, y aunque aparentemente no existía conexión alguna entre ambas, lo cierto es que en la vida nada sucede por error o serendipia:
"Sometimes we can go years without live at all,
and suddenly our whole life is concentrated in a single moment."
"I used to wanna change the world.
Now I just wanna leave the dark room with a little dignity."
Fue así, sumergido entre miles de ideas abstractas e imágenes fractales, como afronté la horrible sensación de lidiar con el "Tiempo Inerte y Estático" y descubrí algo:
Era un asunto de morir y renacer...
Y huir.
A una tierra muy lejana, y a la vez, muy familiar. Donde la vida resultara menos agónica y donde cupiese la posibilidad de ser feliz.
(O donde simplemente, existiese).
Esos eran los instantes en que el Tiempo se agotaba, como si de un Reloj de Arena se tratase, y como si la propia vida -o el espíritu- exigiese darle vuelta al bulbo, para comenzar de nuevo.
Esa noche debió ser la más larga del universo.