Tráfico en las calles, ruidos y agonía. Dos autos colisionan en la esquina y un voceador de periódicos no deja de pregonar. Si ella estuviera en sus cabales, no lo toleraría. Por suerte no es así. Simplemente ignora todo cuanto sucede y se incorpora al tumulto de seres que caminan sobre las aceras siguiendo las formas grises: del asfalto, de los muros, del cielo nublado.
Cruza la avenida y entra en un café: el escondrijo perfecto para las almas olvidadas. Antes de sentarse, se acicala el cabello y lo acomoda hacia atrás como ha venido haciendo diariamente desde hace más de cincuenta años, (aunque esto le importa bien poco).
Observa a su alrededor: el lugar es muy lujoso. Los tapices rojinegros y las cortinas bien cuidadas lo sugieren. Los comensales murmuran, sin embargo no le importa. Un joven se acerca y le da la bienvenida, al tiempo que le extiende la carta de bebidas. Ella se limita a pedir un café.
Se percata que sólo tiene un billete en el bolsillo, y entonces pondera que todo lo demás, lo ha gastado bien.
Se dirige al baño y allí, frente al enorme espejo con atributos art decò, cuenta sus arrugas: ha perdido demasiado tiempo.
Se moja las canas, intentando no manchar el vestido turquesa que ostenta, pues es el mejor que tiene. (De hecho, sólo tiene dos).
De nuevo, mete la mano en el bolsillo, y saca de él un lápiz labial muy corriente (el mismo que compró hace pocos minutos a la salida de la estación). Se pinta los labios, del tono carmín más encendido que alguien se pueda imaginar, como queriendo recuperar los ayeres que ya no están.
Regresa y se incorpora de nuevo a su mesa, el café ya está servido. Da un sorbo y recuerda que aún es exquisito, como lo fue en su juventud, cuando se hacía acompañar de alguien más cuyo nombre ha sepultado.
Levanta la vista como observando los candiles, y saca un pequeño envoltorio de su bolsa. Cuidadosamente lo abre y entonces esnifa el contenido: cocaína que consiguió a la vuelta del lugar. Casi de inmediato, las miradas se vuelven hacia ella, pero una vez más, esto no importa: está consigo misma, como no lo estuvo en años.
Inhala todo el polvo con premura y da un último sorbo al café. Deja el billete sobre la mesa con la insólita sensación de haber vivido. Y por primera vez en varios años, tras cruzar la portezuela de cristal... Sonríe.
Cruza la avenida y entra en un café: el escondrijo perfecto para las almas olvidadas. Antes de sentarse, se acicala el cabello y lo acomoda hacia atrás como ha venido haciendo diariamente desde hace más de cincuenta años, (aunque esto le importa bien poco).
Observa a su alrededor: el lugar es muy lujoso. Los tapices rojinegros y las cortinas bien cuidadas lo sugieren. Los comensales murmuran, sin embargo no le importa. Un joven se acerca y le da la bienvenida, al tiempo que le extiende la carta de bebidas. Ella se limita a pedir un café.
Se percata que sólo tiene un billete en el bolsillo, y entonces pondera que todo lo demás, lo ha gastado bien.
Se dirige al baño y allí, frente al enorme espejo con atributos art decò, cuenta sus arrugas: ha perdido demasiado tiempo.
Se moja las canas, intentando no manchar el vestido turquesa que ostenta, pues es el mejor que tiene. (De hecho, sólo tiene dos).
De nuevo, mete la mano en el bolsillo, y saca de él un lápiz labial muy corriente (el mismo que compró hace pocos minutos a la salida de la estación). Se pinta los labios, del tono carmín más encendido que alguien se pueda imaginar, como queriendo recuperar los ayeres que ya no están.
Regresa y se incorpora de nuevo a su mesa, el café ya está servido. Da un sorbo y recuerda que aún es exquisito, como lo fue en su juventud, cuando se hacía acompañar de alguien más cuyo nombre ha sepultado.
Levanta la vista como observando los candiles, y saca un pequeño envoltorio de su bolsa. Cuidadosamente lo abre y entonces esnifa el contenido: cocaína que consiguió a la vuelta del lugar. Casi de inmediato, las miradas se vuelven hacia ella, pero una vez más, esto no importa: está consigo misma, como no lo estuvo en años.
Inhala todo el polvo con premura y da un último sorbo al café. Deja el billete sobre la mesa con la insólita sensación de haber vivido. Y por primera vez en varios años, tras cruzar la portezuela de cristal... Sonríe.
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