Me encuentro erguido en el punto medio de un puente peatonal, mirando al vacío: justo bajo mis pies se interceptan dos de las avenidas más transitadas, principalmente por trailers y vehículos de carga, aquellos que te trituran los sesos al menor contacto con sus polvorientas llantas. Es una hora de tráfico dinámico y no hago sino pensar de un modo urticante en cuántos segundos tarda un cuerpo en caer desde este lugar. Más aún, ¿en qué momento de la caída el cuerpo pierde la conciencia? ¿Qué tan atinado sería al calcular la distancia apropiada para lograr un mejor impacto?
Bajo estas condiciones, los cinco metros y veinte centímetros que se levantan entre el asfalto y este punto, ¿me aseguran una muerte segura? ¿O tendré que sobrevivir después de una serie de críticas estadías en hospitales y centros terapéuticos de rehabilitación tan sólo para seguir hastiándome de subsistir en esta lánguida existencia?
Viro la mirada y observo dos pequeñas cruces que se yerguen sujetadas a la baranda; esto me desanima un poco: sea cual fuere el resultado de mi plan, el acto perdería todo sentido de originalidad. (Aún así, las cruces dan testimonio de que los intentos previos fueron consumados con éxito). Llevo varios meses viviendo aquí y estoy harto, frustrado, hasta cierto punto desequilibrado. No soporto más esa sensación de opresión sobre mi pecho, ese cúmulo de angustia que no me deja tranquilo. Súbitamente me agito, salgo a caminar durante horas y horas por la ciudad —como lo hice esta mañana— y al fin me detengo, en cualquier paraje que se antoje exquisito para evadirme de la realidad.
He vivido veinticinco años y bien podría profetizar qué me deparan los próximos veinticinco, que en mi caso, son utópicos: tendré que despertar cada mañana respirando con ansiedad. Tras cada mañana sucederá una tarde, durante la cual seguramente continuaré sintiéndome una sabandija surreal en un mundo tan frívolo y mediocre. Caminaré por calles amplias y polvorientas que nunca terminan, y después caerá una noche, en la que escribiré relatos que a pocos importarán. Qué suplicio.
Entre las montañas soplarán vientos cada vez más tóxicos, y conforme pasen los años, acrecentaré mi nostalgia por los tiempos del futuro que no habré de presenciar...
Pensamientos así me aturden de un modo desordenado mientras pierdo la mirada en un punto cualquiera del asfalto; una mujer de cabello cano se aproxima cruzando el puente peatonal y me pregunta la hora; diviso el reloj: son las cuatro y media de la tarde.
Pensamientos así me aturden de un modo desordenado mientras pierdo la mirada en un punto cualquiera del asfalto; una mujer de cabello cano se aproxima cruzando el puente peatonal y me pregunta la hora; diviso el reloj: son las cuatro y media de la tarde.
Doy unos pasos y luego me detengo. Maldición, estoy bloqueado. Saco el último de los cigarros mentolados que guardaba celosamente en la mochila y comienzo a fumarlo sin paciencia. Una pipa de combustible se aproxima. ¿Cuánta melancolía necesita acumular un ser humano para sentirse libre? Observo el trayecto de la pipa, debe acercarse a unos noventa kilómetros por hora, cuando menos. Cierro los ojos... Y al final sólo silencio.
Es lo único que queda.
En la vida hay dos clases de días:
los que son malos y los horribles.
El de hoy fue horrible.
El de hoy fue horrible.