miércoles, julio 04, 2007

El Arcano Perdido (primera parte).

“To man I come
A man my number, Lion of Light,
I am The Beast whose Law is Love.
—Love under will, his royal right—
Behold within, and not above,
One star in sight!”
Aleister Crowley, One star in sight.

Prefacio

Imágenes olvidadas, relegadas en alguna parte de la memoria, entre grietas, paredes salitrosas y objetos del tiempo antiguo, supuran sangre y emanan un olorcillo agridulce cuando se recuerdan (y cuando se relatan), a las generaciones postreras.

Todos los acontecimientos del mundo, independientemente de su ubicación y su momento, han tenido una causa determinada, como también han perseguido un fin. En el Universo, nada ha sucedido por azar, por accidente o por equivocación (aunque en innumerables ocasiones las circunstancias de la existencia o las tendencias de la época hiciesen pensar lo contrario).

I.
El sueño del nigromante

Ciudad de México, primavera de 1900.

Una inusitada sensación de bonanza y algarabía se reflejaba en los rostros de los habitantes capitalinos, logrando opacar, aunque fuera por breves instantes, los descontentos sociales y los malos augurios que para ese entonces ya eran dignos de consideración.

Unos cuantos días atrás, la Sociedad Astronómica se había visto obligada a publicar una declaración oficial como respuesta a los cientos de cartas recibidas, aduciendo que resultaba de todo punto imposible fijar una fecha precisa o respaldar con validez científica los panfletos que durante los días previos habían circulado en las calles, vaticinando temibles lluvias de fuego y un sismo de magnitudes cataclísmicas, tras el cual sobrevendría el final de los tiempos.

Si bien es cierto que las profecías aterradoras provocaban risa y burla entre buena parte de la población, las calles solían lucir desiertas los días señalados como funestos, y los ruidos y clamores de la gran ciudad se convertían en ecos distantes y murmullos, alterados únicamente por el vaivén de los tranvías y el tañido de las campanas.

Hacia el oriente, internándose en los linderos, briosas calzadas y mansiones se levantaban en los predios recién fraccionados de la Romita. La aristocracia imponía el estilo del eclecticismo francés y el art nouveau en cada fachada, en cada jardín y en cada nueva avenida.

Proveniente de una amplia habitación, el fonógrafo emitía una inquietante melodía, y desde el interior, su huésped resultaba intrigante, de igual forma: hombre y bestia, mito y maldición, ídolo y demonio. Aclamado y vilipendiado por cientos de seguidores y detractores. Poeta, hechicero y explorador del mundo, de mente ávida y naturaleza pansexual. La noche del 28 de mayo, justo después del eclipse total de luna, mr. Aleister Crowley fue a dormir de un modo tan plácido como cualquier otra noche, luego de conversar con los espíritus.

Mientras dormía, visualizó imágenes inauditas: una turba de magnitudes apoteósicas clamaba confundida en la ciudad. El caos, el polvo y el fuego asolaban a la muchedumbre. Después había lágrimas, separación y un sentimiento de lejanía. Una última imagen se mostraba antes de despertar, y contenía cenizas.

A la mañana siguiente, justo antes de partir a las escarpadas cimas del altiplano, el señor Crowley esbozó en una pequeña hoja la imagen de su sueño. Lo colocó tras el dintel de la ventana y finalmente lo olvidó, quizás por descuido, o por alguna razón premeditada.

Lo cierto es que el dibujo permaneció ahí, oculto, casi olvidado, entre los anales del tiempo.

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