"La vida es un espectáculo sucio y triste".
E. M. Forster.
Atardecer en la Capital, millones de personas caminando por las calles, inmersos en el vaivén de la vida cotidiana, donde los "datos duros" (es decir, noticias sobre tiroteos en la vía pública, cuerpos decapitados encontrados en contenedores de basura y fetos deshechos envueltos en andrajos), amenizan los titulares del periódico vespertino... La vida cotidiana sigue su curso, la vida de todos y de nadie.
Tras salir de la estación, caminé un par de cuadras y entré al restaurante de comida rápida china, en la zona hotelera, que para mí constituye ya una tradición.
Una vez adentro, inmerso en las acciones propias de cualquier comensal, todo habría sucedido de manera rutinaria de no haber sido porque ocurrió uno de esos hechos inesperados que llegan a influir en decisiones importantes.
Todos los asientos del establecimiento estaban ocupados, excepto uno: el que se emplazaba frente a mí.
Entonces un sujeto se acercó y preguntó si podía sentarse, ante lo cual asentí.
Una vez teniéndolo de frente, observé con discreción su silueta, su porte, su semblante: cada rasgo suyo tenía la marca de la experiencia, y cada gesto irradiaba una sensación de seguridad. También me observó, por supuesto, y transcurridos varios minutos, rompió el silencio que imperaba en nuestra mesa.
—¿Eres de aquí? —Preguntó, con un acento inusual, entrecortado.
—No. Contesté. Estaré sólo unos días.
La intriga sobre su acento y sus facciones me llevó a cuestionar su origen, ante lo cual, respondió,
—Soy de un país pequeño de Europa, cercano a Grecia.
Su forma adusta -y un tanto ingenua- de responder, removió aún más mi curiosidad:
—¿De dónde? ¿Macedonia? ¿Montenegro? ¿Serbia? —Le interrogué—.
—De Albania.
—¡Claro, Albania! —Repuse, como si hubiese resuelto un puzzle.
Él esbozó una sonrisa espontánea y a partir de ese momento entablamos una conversación relajada, que se prolongó por más de dos horas. Dos horas en que M. (su nombre real es un dato que no deseo compartir), relató buena parte de su vida, como su travesía de Albania a España, donde aprendió la lengua, su anhelo por conocer América y la serie de peripecias hasta llegar a México, los arrestos que padecieron varios integrantes de su familia cuando él era pequeño, la incipiente democracia de su país y la inestabilidad de los Balcanes... En fin, una serie de temas con múltiples aristas.
M. llevaba consigo una valija, y según dijo, tenía poco tiempo de radicar en este país, "pero aquí había encontrado lo que buscaba: un sitio en dónde comenzar de cero".
Por un instante, anhelé ser M., pero también reflexioné sobre mi realidad, y la causa que me llevó a la Capital.
Imaginé cómo sería mi vida allí, ante una oportunidad factible. Me vi en una oficina minimalista, dentro de un edificio enorme. Sentado detrás de una mesa editorial, con vestimenta formal, entrevistando a empresarios y políticos... Con quienes nada tengo en común y ante quienes tendría que fingir de nueva cuenta una actitud ecuánime y entusiasta. Me vi llevando —otra vez— ese "estilo de vida" que a muchas personas a mi alrededor haría felices, pero que a mí no me importa, en absoluto.
En ese momento deseé tener una vida como la de M., con la libertad, una valija y la voluntad para dejar todo atrás y comenzar de cero, a muchos kilómetros de distancia...
Y sin más, nos despedimos.
Sobrevino un silencio solemne y dijimos adiós. Nos deseamos buena suerte, nos dimos un par de abrazos sinceros y estreché su mano con firmeza, como queriendo prolongar la energía benéfica del encuentro.
Quién sabe, quizás su valija tenía espacio para cargar con el recuerdo de esa charla, o quizás no. (En cualquier caso, no es asunto mío).
Ya estando en la banqueta, afuera del restaurante de comida rápida china, caminamos hacia direcciones opuestas.
Yo no volví la vista hacia atrás.
Temí ver cómo se alejaba,
y extrañarlo.
1 comentario:
Azar de tiempo brumoso.
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