A menudo tengo el presentimiento de seguir caminando sobre la avenida Morelos en Monterrey y de pronto, detenerme en cualquier esquina (todas son distintas, pero todas son iguales), virar la mirada, sentir el viento seco y turbio que empolva la ciudad y sentir pena: por todos aquellos quienes caminan, conducen, o de cualquier otra forma, transitan la ciudad. Cruzan el puente sobre el río seco Santa Catarina y después, su vida sigue, justo del mismo modo como era antes de cruzarlo.
No es gran cosa si ocurre una o dos veces, o incluso más. pero cuando llevas toda una vida haciéndolo a diario, o por lo menos cinco veces a la semana, no sólo en Monterrey, sino en cualquier otra ciudad, y multiplicas la vida de un individuo por millones y las ciudades por cientos de miles, y los días por cientos de años, ¿qué se obtiene?, seres caminando eternamente, perdidos en los eones, olvidados sobre el asfalto, mezclando sus vidas grises con los muros de las fábricas, con el polvo contaminado y el hedor a óxido...
¿Alguien más lo habrá pensado?
Quizás ni siquiera tiene sentido, pero cuando lo hice, me detuve y observé a mi alrededor, y nadie más lo hacía: continuaban esperando un autobús, apresurando el paso, acelerando el auto...
Y así será por cientos de años, hasta que logré perder mis recuerdos en la memoria colectiva.
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