El viernes por la noche fui a una depedida. Y entonces vi, por segunda ocasión, a Kirikú. Como es de suponerse, no pasó mucho tiempo desde que lo divisé cuando cruzaba el balcón, al momento en que lo sostenía entre mis brazos.
En esta vida, él es un gato y yo un humano, aunque comienzo a creer que no siempre ha sido así. El caso es éste: jamás, en vida anterior alguna, envidié tanto la vida de un gato.
Kirikú se está despidiendo de la ciudad. Hace unos días, el veterinario le colocó un chip que le permite ingresar legalmente a la Unión Europea. En cuestión de semanas, un gato nacido en Xalapa, estará ronroneando en las terrazas de Barcelona.
Esto es un claro ejemplo de que la vida de un gato cobra más sentido que la de muchos humanos que conozco.
Por supuesto, me he hecho amigo de Kirikú. Espero encontrarlo de nuevo alguna vez al dar vuelta en una esquina.
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