jueves, noviembre 15, 2007

EL ÚLTIMO DÍA DEL OTOÑO (III).

III.
El deceso de la fe
(y una fugaz alegría)

Justo al caminar frente al pórtico de un templo, un hecho insólito acaparó mi atención: veinte personas, cuando menos, quebraban las lozas con picos y mazos. Niños y jóvenes, mujeres maduras y ancianos actuaban con desenfreno, cavando, removiendo la tierra, apartando el escombro, persiguiendo un propósito inaudito, que era el de enterrarse.

Se arrojaban a los nichos improvisados y clamaban ser cubiertos por la tierra. Su increíble ingenuidad los llevaba a creer que aquel subsuelo era sagrado, y que de algún modo, yaciendo allí podían salvaguardar su espíritu de las calamidades inminentes.


Sin embargo, ya era tarde.

Proseguí mi camino con indiferencia hasta internarme en la estación del tren subterráneo, un sitio sumamente parco y gris que día tras día atestiguaba miles de historias de extravíos y despedidas. Allí, en el corazón de lo profundo, intrincadas estructuras de metal y concreto aturdían la visión, impregnando los espacios de una tensión que se verificaba en cualquier elemento, fuesen los rieles gastados, los vagones oxidados o los relojes intermitentes.

Un joven entrado en los treinta años se aproximó. Portaba el cabello relamido, gafas oscuras y un traje gris impecable.
—Disculpe, ¿me podría dar su hora?
—Son las once y diez, —respondí, observando mi reloj de pulso.
—Gracias, es usted muy amable.

Acto seguido, desvié la atención hacia algún punto del suelo. Allí, escondido entre los rieles y las piedras de balasto chillaba un gato pequeño, de unas cuantas semanas de nacido. Fijó su mirada en mi semblante mientras maullaba con intensidad. Cuando me tiré al suelo y extendí un brazo para extraerlo, irrumpió el claxon del tren, provocando que el gatito se escabullera… En unos cuantos segundos, el tren pasó de largo frente a mí.

De modo furtivo, unos cuantos metros adelante, el joven del traje gris se arrojó sobre las vías.

Desconcierto, gritos, conmoción...

(No sentí la menor lástima por él.)

En cambio, una urticante curiosidad por conocer el destino del gatito recorrió mi cuerpo. Con cautela me asomé bajo el tren paralizado…

Y allí estaba, presto a dar un brinco hacia el andén para luego perderse en la zona segura de abordaje.

Sentí gran ánimo por él: tenía ganas de vivir un poco más, y lo logró.

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