domingo, noviembre 18, 2007

EL ÚLTIMO DÍA DEL OTOÑO (IV).

IV.
Fuego cian y viento malva

Partiendo de la ciudad, el trayecto en tren y luego en autobús fue incómodo y presuroso, tras padecer el mal estado de las vías y la caótica situación de los caminos. Muy a pesar de esto, pude sentir un poco de alivio cuando arribé al poblado, minutos antes del crepúsculo.

Crecí en ese terruño, así que no me impresionaban los mórbidos cielos grisáceos —aunque el de esa tarde tuviese un matiz negruzco, como el carbón—. Crecí también con esa sensación de desesperanza y soledad que provocaba la ausencia de rayos solares y crecí aspirando cierto aroma herbal que a menudo refrescaba el ambiente vespertino; y aunque debo admitir que jamás encontré un adjetivo para describirlo a la perfección, estoy casi seguro que cualquier persona oriunda de las tierras húmedas y montañosas sabe a lo que me refiero. Hasta en los momentos más infames, dicho olor era capaz de infundir ganas de vivir y descifrar los enigmas del mundo, incluso en esa tarde.

Por todo el pueblo, las campanas tañían de modo solemne. Tal vez invocaban el Fin, o por el contrario, le rehuían. Por cientos de años esas mismas campanas habían dado cuenta de los tiempos, de sucesos colectivos importantes, ceremonias y funerales, del paso de las horas y de los años, y ahora anunciaban su propio desenlace. ¿No era irónico?

La gente del pueblo demostraba con sus acciones y expresiones la misma seguridad de que todo iba a terminar muy pronto. Sus rostros delataban miradas perdidas, mientras murmuraban en voz baja viejas letanías. Me observaban e iban dejando tras de sí sus últimos alientos. ¿Hacia dónde irían todos sus sueños incumplidos, todos sus rencores engendrados? Los motivos que los alentaban a subsistir conformaban la historia del mundo, y en unos minutos más, se reducirían a polvo.

Atravesé un parque, internándome en él. Sus calzadas lucían descuidadas y un velo de desolación y ausencia impregnaba todo cuanto existía. Alguna vez había compartido esos mismos sitios, hacía mucho tiempo atrás. Aunque en ese instante resultaba difícil precisar con exactitud la época en que nuestro semen fluía intempestivo noche tras noche y salpicaba a las estrellas, en el fondo, tenía la certeza de que había sucedido, y de que habíamos sido cuerpos y espíritus antes de convertirnos en despojos.

Con prontitud, la noche desplegó su oscuridad sobre los árboles, por lo que difícilmente lograba avanzar entre las lozas partidas, cuyas grietas señalaban un vacío inescrutable. Unos metros adelante, se erigía una casona colonial, ahora en ruinas.

Algo me llamaba y me excitaba de ese lugar.

Al aproximarme, me asomé entre las rendijas. Empujé la reja frontal, accediendo a un patio derruido. La vegetación y la humedad se habían apropiado del piso y las paredes, expidiendo un hedor insoportable.

Di unos pasos hacia el frente y vi de reojo a un pequeño gato gris, quien me observó durante un par de segundos y luego se internó en la construcción. Lo seguí.

Resulta difícil explicar mediante palabras el sentimiento que imperaba en esa primera estancia, equiparable quizás al de una soledad inaudita que moraba ahí desde tiempos muy remotos.

A medida que mi visión se acostumbraba a la oscuridad, descubrí una silueta antropoide que me observaba inmóvil desde un rincón, postrada sobre el piso.

Entre tablones viejos, paredes húmedas y cristales rotos, escuché un áspero ronquido.

—Te reconozco. Te gusta escribir.

Impávido, contuve la respiración. Su voz parecía conocida, pero en mi desconcierto no logré recordar quién era. Tenía una tesitura muy baja, como salida de otro mundo, y sin embargo, no me infundió temor, sólo cierta desconfianza. Podía ser alguien que hubiese conocido años atrás en ese pueblo.

—Así es, —respondí—. ¿Y tú, qué haces aquí?
—Pienso y escribo… Escribo un relato que nos incluya.

Su respuesta me intrigó, como todo en él. Algo dentro de mí me motivaba a dilucidar su identidad, pero al mismo tiempo me lo impedía. Formulé un cuestionamiento, bastante ingenuo:

—¿Y tu relato tiene un final feliz?

Hubo un silencio por varios segundos y luego adujo,

—No. La felicidad es un asunto muy simple. No tendría caso escribir algo así.

Justo al terminar esta frase, el maullido del pequeño gato gris se escuchó desde el patio. Me distrajo unos segundos, y al volver la vista, el ente ya no estaba. Había desaparecido en esa oscuridad.

El hecho me turbó, me hizo pensar en la posibilidad de una alucinación, un escalofrío recorrió mi cuerpo y salí precozmente de la casona.

Siendo la última noche antes del Fin y dado que el Tiempo se encontraba confundido, quizás los sueños y los recuerdos se mezclaban en un cóctel cruel de desvaríos.

Proseguí mi camino, dejando atrás los caseríos, y me adentré en una zona despoblada rodeada de veredas circundantes.

La tensión se acrecentaba conforme transcurrían los minutos. Ráfagas violentas de un extraño viento malva me cimbraron. Los árboles se agitaban de un lado a otro, emitiendo un silbido que posiblemente invocaba a los espíritus arcanos. Las pequeñas luces de los pueblos que se apreciaban sobre las montañas se apagaron de repente, y entonces se escuchó un estruendo, que zarandeó a la tierra desde sus cimientos: era un terremoto.

A lo lejos, emergían llamaradas de fuego cian en las montañas.

Porque en la noche del fin del mundo, el fuego era cian y el viento, malva.

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