II.
El Funeral de los Tiempos
Desperté con sobresalto minutos antes del amanecer.
(Aunque es probable que esto jamás hubiese sucedido).
En mi condición anímica no distinguía entre la realidad y la ficción, ni las horas de sueño y las de vigilia. Me abrumaba la nostalgia, la angustia, el enojo… Nada nuevo. O quizás sí: una tristeza añeja e inaudita.
Una creciente melodía, proveniente de todas partes (y de ninguna) se infiltraba en mi mente, al momento de descorrer la persiana. Entonces me asomé al mundo, como si hubiese sumergido medio cuerpo en un balde de aceite hirviente. Esa mañana, el alba despuntó con matices marrones, siniestros e irrespirables. Afuera, millones de seres seguían muriendo, mientras yo sólo mantenía vigentes los últimos anhelos. Quería concluir el viaje, llegar al sitio donde solíamos encontrarnos y presenciar el Fin, como en el sueño recurrente.
El Tiempo se había vuelto muy confuso, y en sus desvaríos, nos estaba envolviendo a todos. Avizoré el reloj de la plaza central marcando las seis y media de la tarde. Y luego el mediodía. Unos segundos después marcaba la medianoche.
En el ambiente, en medio del caos y la entropía, imperaba la sensación de que al igual que el tiempo, todo terminaría por irse al carajo muy pronto, en cuestión de horas. La sensación se percibía en cualquier circunstancia, en cada pensamiento, en cada mirada. Estaba presente en el sorbo del café, en el humo del tabaco, en el aliento agridulce de un beso ausente, en la erección no compartida.
Contemplé con pericia cada uno de los elementos que se hallaban dispuestos en la habitación: un buró, un cenicero, un televisor, un perchero, un espejo... Objetos del mundo que durante varias épocas dieron origen y atestiguaron miles de historias, y en cambio ahora, carecían de sentido.
La vida es así: al final uno lleva consigo sólo aquello que aprueban la conciencia y la memoria.
Salí del hotel y caminé hacia el centro de la urbe. A mi paso, pude percatarme que las calles lucían hediondas y decadentes; los transeúntes sangraban y se desvanecían. Iban dejando rastros de su inmundicia en las aceras del olvido, impregnando el suelo de color escarlata. ¿Cuán vacías debían estar sus vidas? ¿Las de aquellos quienes en su diario existir no habían aportado sino penurias, mediocridad y miseria?
Los observé con cautela: lucían tensos y preocupados. Quizás cada uno iba derramando su sangre de modo voluntario hasta desfallecer. Otros aceleraban el paso perdiéndose en los tonos grisáceos de la ciudad, mezclando sus días y sus noches con el sin-sentido del Tiempo.
Ya ni siquiera se mostraban consternados por las noticias del mundo. Una marejada de información fluía de modo perturbador cada instante, desde los puntos más inimaginables del orbe: un Papa había salido huyendo de Roma, pisando cadáveres. Se refugió por unas horas en otro continente y días después murió torturado. Occidente se desmoronaba con precipitación, en tanto que las pandemias y la barbarie arrasaban con el hemisferio. Oriente había rechazado la amnistía y se aprestaba a reconfigurar sus frentes de batalla... La guerra continuaría.
Pero lejos de lo que podría pensarse, la guerra y el caos desatado ya no eran motivos de estupor, ni de charla en los sitios públicos, ni de burla, ni de blasfemia. Cuando menos durante un día (sobre todo ése, que podía ser el último) mucha gente intentaba conceder sentido a sus vidas, aquel mismo sentido que se había privado por años.
Y yo había consentido hacerlo, al igual que ellos.
Quedaba claro que el mundo se encaminaba con premura a la aniquilación. Ningún lugar estaba a salvo, ninguno tenía la capacidad para mantenernos seguros, ni vivos... Ni muertos.
A menudo me preguntaba, ¿cuántas ciudades existían en el mundo? Si sólo éramos seres a medio terminar, que buscábamos nuestra esencia complementaria, ¿cuántas calles debíamos recorrer hasta encontrarla? ¿Cuántas historias debían narrarse hasta caer por fin, en un sueño que nunca terminara? ¿Un sueño recurrente podía convertirse en realidad ? Por lo menos una ocasión, después de tanto andar, me hubiese gustado hallar el crucero donde confluían todos los senderos.
Las calles mostraban secuencias perturbadoras de ruido y agonía: autos colisionando en las esquinas, hombres huyendo despavoridos, una anciana pregonando frases absurdas de redención erguida sobre un pedestal... Si por ese entonces alguien hubiese permanecido completamente en sus cabales, no lo habría soportado.
No cabía la menor duda: ante mí, trancurría con demencia magnífica el Funeral de los Tiempos.
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