miércoles, noviembre 30, 2005

El mismísimo Demonio.


Esta mañana me mantuve sumergido en la lectura del especial de la Revista Proceso, que dedica su número 18 ni más ni menos que a uno de esos entes a quienes debemos tanto la Raza Humana: el Diablo.

En un hecho que me parece insólito viniendo de esta publicación, Proceso aborda al ángel caído precisamente concibiéndolo como tal, bajo diversas perspectivas históricas, sociológicas, religiosas, psiquiátricas, e incluso mercadotécnicas. (nadie puede negar en nuestros tiempos, con la creciente cultura del terror, que el Diablo vende, el Diablo está de moda, el Diablo es lo de hoy).

Ya sea como parte de mi agnosticismo, o por mera curiosidad, siempre me ha intrigado la existencia de Lucifer. Por supuesto, no a ese nivel romántico y barroco de la tradición cristiana que lo suele representar cornudo, coludo, con patas de cabra o carnero, alas negras, etcétera.

Más bien creo que el corto entendimiento humano no tiene capacidad de imaginar una fuerza maligna de tales magnitudes. Como por supuesto, tampoco puede evocar a un Dios. En todo caso, los puedo identificar mediante sensaciones o emociones, inclusive mediante 'vibras', pero no mediante alegorías.

Cada quién debe tener uno o varios diablos personales, tal como tiene sus respectivos ángeles, que a fin de cuentas, sólo deben ser entidades de energía. Me gusta la idea de los Diablos Talmúdicos de la Tradición Rabínica, por ejemplo, que son legiones inconmensurables de arcángeles poderosísimos, "la tercera parte de los ángeles celestiales se rebelaron siguiendo a Lucifer, y fueron arrojados al abismo", o los demonios de las tradiciones apócrifas, como Lilith, la legítima mujer de Adán, y Onoscelis, o como todos los demonios que el patriarca Enoch conoció en su descenso a los infiernos. Ésas constituyen mis fuentes de inspiración cuando aludo a los demonios. Las de John Milton también, las de Dante y las de Goethe con su Fausto son magistrales. Incluso las de Aleister Crowley, H.P. Blavattsky y los simbolistas lo convierten en un ente demasiado interesante, más cercano a la hechicería que a una brabucona maldad.

Detesto los diablos católicos, en especial los que se aparecieron sobre tilmas, los que usan palios, sotanas y mitras, los que saturan los altares y lloran sangre.

Ésos sí son moda vieja.

Y sobre lo concerniente a los tratos entre hombre y demonios,-independientemente de la tradición a la que los primeros simpaticen, sea ésta judeocristiana/islámica, nórdica, oriental, tribal, panteísta...- Sí guardo un solemne respeto.

Cualquier demonio borra de un soplo a un ser humano, como cualquier ángel lo salva, como cualquier Dios destierra a un pueblo por centurias y casi lo aniquila en holocaustos.

Eso sí, estoy seguro que tanto ángeles como demonios están bastante ocupados como para pensar en los humanos, pues estos tienen sus propios adversarios: suelen ser ellos mismos o sus congéneres.

El que más me jodió, por ejemplo, aún pertenece a este mundo, se pudre senilmente día a día, un poco más, casi como un fósil.

Es la antigua serpiente, quien es el Diablo y Satanás.

Sea como fuere, con su existencia, o sus múltiples variantes, algo debemos de agradecer al Diablo: el mantener un equilibrio entre el bien y el mal.
*"Por si las dudas": La imagen del post corresponde a 'El angel caído', de Ricardo Bellver, situada en el parque El Retiro, en Madrid.

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